Colombia: Mirando a ver

23-6-2014, Prensa Rural
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Alfredo Molano Bravo

El tema de las tierras baldías en Colombia no sólo sigue sin resolverse, sino que tiende a agravarse.

El Incora y el Incoder, según la investigación de Carlos Salgado y Oxfam, han repartido más de 23 millones de hectáreas, pero nadie sabe en manos de quién está esa tierra. Lo más probable, digo yo, es que se haya ido concentrando en predios grandes. Es la tradición. Una vez se otorga un título, más dura un merengue en la puerta de una escuela que un predio en manos de un campesino. Los comerciantes de tierra y los terratenientes van a la zaga de los colonos comprándoles los derechos o raponeándoselos. La guerra es la condición y la mejor estrategia para el despojo, y el despojo cumple dos funciones: acumular tierra y obligar a los campesinos sin tierra a trabajar. Esa ha sido la clave de la historia agraria en el país. Los terratenientes ganan por uno de dos lados: poniendo a producir sus tierras o dejándolas valorizar con el tiempo.

La posesión de tierras baldías ha sido una de las razones más poderosas de los enfrentamientos entre colonos y terratenientes. La colonización cafetera fue una pelea por terrenos baldíos entre concesionarios de tierra y colonos. La Violencia de los 50 se echó andar sobre todo en las zonas cafeteras al elevarse el precio del café de manera sostenida desde el final de la Segunda Guerra, y el valor de las fincas se disparó. Los dueños de las haciendas cafeteras en Cundinamarca y Tolima, para citar dos casos bien conocidos, no sólo no mejoraron las condiciones de sus arrendatarios y aparceros, sino que las empeoraron. El resultado fue la invasión de predios por los colonos y el rechazo de los terratenientes con policía o con peones armados. Gaitán se montó en esa ola. Las Farc nacieron de la pelea en Tolima donde los hacendados de Chaparral trataban de ampliar sus posesiones —o propiedades— a costa de las tierras de arrendatarios y colonos. En Cauca, con los indígenas, y en Antioquia, con los campesinos, la historia fue la misma.

Llevamos 50 años de muertos y la cosa no se resuelve. El Gobierno aceptó a regañadientes en la mesa de La Habana la figura de zonas de reserva campesina, creadas por la Ley 160 de 1994, porque ni a la SAC ni a Fedegán les gusta la idea y menos a las Fuerzas Militares, que las consideran un engendro de la guerrilla. Pero en la oficina del ministro de Agricultura hacen cola los empresarios de palma, de bosques comerciales, de caña de azúcar, para abrirle de nuevo a la ley un boquete por donde puedan meter leasing sobre tierras, arriendos a largo plazo y el derecho al vuelo forestal. El ministro no habla sino ese idioma, a pesar de saber que está en ciernes un nuevo paro campesino para recordarle al Gobierno sus promesas preelectorales.

Sergio Jaramillo tendrá que explicarle con paciencia al señor Lizarralde que las zonas de reserva campesina no sólo impedirán que el día de mañana —o sea, al otro día de firmada la paz— las tierras entregadas a los campesinos regresen a manos de los terratenientes, sino que son la solución más justa para que los miles de campesinos hoy armados regresen a trabajar sus predios sin miedo a volver a ser despojados. Es simple, señor ministro, no piense que todo el mundo come caña. A esos miles de muchachos levantados en armas no se les puede tirar a la calle a que se rebusquen, porque lo hacen y lo harían de una manera poco amable.

Los títulos sobre tierras baldías entregadas por el Incoder durante el uribato deben ser aclarados; la opinión pública debe ser informada de quiénes son los dueños de esos predios dados a dos manos por Uribe y sobre los que el actual ministro de Agricultura monta su estrategia principal de desarrollo agropecuario. Son, léalo bien, ministro: 23’431.557 hectáreas. Ahorita cuando Fedegán cumple 50 años de fundada —los mismos años que tienen las Farc de lo mismo—, el señor José Félix Lafaurie, que fue superintendente de Notariado y Registro durante los ocho años de trampas y represión de Uribe, podrá ayudarle a poner en limpio esa incógnita.

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